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Por Alex Figueroa Cancel
RÍO DE JANEIRO – Cuando se apague hoy el fuego olímpico en el Estadio Maracaná de Río de Janeiro, se completará uno de los periodos más importantes en la historia del deporte puertorriqueño.
Esta perspectiva no responde al aspecto puramente competitivo, es decir, a los resultados que se hayan obtenido en términos de victorias y derrotas, tiempos y marcas o puntuaciones.
La observación responde más bien a la trascendencia que tuvieron los diversos acontecimientos que se desarrollaron desde el principio, hasta el final.
Por su puesto, la medalla de oro lograda por Mónica Puig encabeza cualquier mirada que se pueda hacer en Puerto Rico, ahora o en el futuro, a los Juegos Olímpicos de 2016.
Sin embargo, esa medalla, sólo imaginada por 68 años, demostró que los sueños más anhelados se pueden hacer realidad y que no debes hacer caso cuando te digan que no lo intentes porque supuestamente no eres capaz de lograrlo o porque parezca que los demás son mejores.
Por otro lado, el deporte siempre ha sido fuente de identidad nacional en todo el mundo y Puerto Rico no es la excepción. Pero, con el oro de Mónica, esa chispa se elevó a lo más alto de las grandes gestas de nuestra rica trayectoria deportiva.
Y, para cuando llegó la tenista al podio, ya ese sentido estaba a flor de piel por las diversas manifestaciones que circularon en relación a si había o no había “doble vara” por la selección del abanderado. Independientemente de los planteamientos, el saldo final redundó en una reafirmación y defensa por pueblo de que Puerto Rico tenga una representación nacional en las Olimpiadas.
Entonces, comenzaron las competencias y las pocas diferencias que quedaban se borraron. Pese a la época de polarización política, se cerraron filas para apoyar a los atletas, ya fuera de manera genuina o no.
Se celebró (y se seguirá celebrando) la medalla de Mónica Puig, se gozaron las clasificaciones nunca antes vistas por boricuas en varios deportes y se aplaudió el esfuerzo de otros que lo intentaron con dignidad.
Mientras, se respaldó a los que sufrieron percances inesperados, como le pasó a Jasmine Quinn Camacho, y la compasión se desbordó con deslices dolorosos, como el de Javier Culson.
Ahora, con esa llama no apaga lo más importante: la esperanza. Junto con el resto de una delegación que lo dio todo, vimos el debut olímpico de promesas juveniles – como Adriana Díaz, Brian Afanador y Rafael Quintero – que nos permiten soñar no sólo con volverlos a verlos en este escenario, sino también con que detrás vendrán muchos más.
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